
Dimitir del cargo de Directora General del Universo es el primer paso para empezar a priorizarte y a cuidarte de verdad.
Solo tú tienes la llave para soltar esa exigencia constante, dejar de querer tenerlo todo bajo control… y empezar a vivir con más calma, en paz y en armonía contigo misma.
A ver… ¿por dónde empiezo?
Dama de hierro, Terminator, Radical, Señorita Rottenmeier… Sí, esos —y unos cuantos más— han sido mis apodos durante los últimos 24 años.
Y lo curioso es que, durante mucho tiempo, me sentí incluso orgullosa de ellos. Para mí, eran una especie de medalla a la exigencia, rectitud y control.
En mi mente me imaginaba como una heroína de Marvel, en lo alto de una azotea, con la capa ondeando al viento y los brazos en jarra, lista para detectar cualquier “error” y salir al rescate.
🙄 Madre mía.
Así estuve, en plan guerrera, hasta cumplir los 40.
Pero a mí la crisis de los 40 no me trajo un coche descapotable ni un cambio de look. Me trajo una bofetada emocional con la mano bien abierta.
Y dolió. No físicamente, sino en lo más profundo.
Pero fue más un dolor emocional que físico, porque me di cuenta de lo intransigente que había sido, empezando conmigo misma.
Me di cuenta de lo intransigente que había sido. De cuántas cadenas, látigos y bridas había arrastrado yo… y también las personas que compartieron conmigo esos años.
Sentí vergüenza. Porque no era esa persona fría, rígida y sin empatía en la que me había convertido. En el fondo, yo no era así.
Solo que el personaje había ganado demasiado terreno.
Y empecé a atar cabos.
Entendí por qué me costaba tanto encajar. Por qué quienes trabajaban conmigo me “respetaban” tanto (ejem). Y por qué conectaba mejor con los animales que con las personas.
Me sentí desnuda, perdida y sin identidad.
Fue entonces cuando entendí que vivir como la Directora General del Universo no solo me había desconectado de los demás… también me había desconectado de mí.
Intentar controlarlo todo me había robado algo valioso: la libertad de ser, de sentir y de mostrarme tal cual soy.
Ser Terminator me convirtió en prisionera de mis propias exigencias.
Ser la Señorita Rottenmeier me enseñó a fijarme más en los fallos que en las personas.
Y todo eso fue acumulándose, hasta que se formó un volcán interno que explotaba con la mínima chispa.
Mi paciencia era tan escasa que ya no recordaba lo que era sentir verdadera paz.
No descansaba bien, trabajaba hasta caer rendida, y me costaba disfrutar incluso de las cosas que antes me ilusionaban.
Vivía pendiente del error.
Con el foco en lo que no estaba bien.
Saltando de obligación en obligación.
Y claro, así no se puede vivir.
O al menos, no se puede vivir bien.
Sé que si estás leyendo esto… tú también lo sabes.
Creo que me entiendes…
Pero con mucho foco y trabajo interior, pasé de vivir como una botella de cava agitada a vivir como un vino tinto de barrica.
Durante más de 20 años, me dediqué a “supervisar” equipos de Atención al Cliente.
Imagínate, ¡era como una droga!
Mi función consistía en buscar errores. Y lo hacía muy bien.
Detectaba fallos.
Señalaba lo que no estaba bien.
Subrayaba lo que faltaba, lo que sobraba, lo que se podía hacer mejor
Había asociado el error con desidia, con falta de compromiso, con pasotismo… sin plantearme que tal vez, simplemente, cada uno hace lo que puede con lo que tiene.
No entendía que cada persona tiene su propio ritmo.
Ni que mi forma de hacer las cosas no es necesariamente la correcta.
Ni que se puede liderar sin controlar, acompañar sin juzgar, y crecer sin apretar.

Y cuando hice consciente todo esto… entré en crisis.
Una crisis de las buenas. De las que lo remueven todo.
Me sentía perdida, vacía… y a la vez llena de algo que no sabía nombrar.
Tenía ganas de salir de algo… pero también de entrar en otra cosa.
Estaba cansada de cambiar de trabajo, de pareja, de casa…
y encontrarme siempre con el mismo bucle con distinta decoración.
Hasta que un día lo decidí:
No me muevo del sitio hasta saber qué estoy buscando exactamente.
Y entonces hice lo que cualquiera en ese momento haría…
Buscar en Google.
Literalmente, escribí cosas como:
¿Qué hacer para encontrar sentido a la vida?
¿Qué hacer para relacionarse mejor con otras personas?
¿Por qué me cuesta tanto la gente?
¿Cómo liderar un equipo sin acabar de los nervios?
¿Cómo ir al trabajo motivada, alegre y feliz?
¿Cómo dejar de cabrearme por todo?
Sí, así tal cual. Porque cuando no sabes por dónde empezar, empezar por una pregunta ya es un avance.
Solo quería dejar de sentir ese resentimiento que me tenía de mala leche permanente, porque no me parecía justo vivir así.
Con todo lo que me había esforzado.
Con todo lo que había aguantado.
Con todo lo que había sufrido.
No entendía por qué me sentía tan mal.
Y esa mezcla de rabia e inconformismo fue lo que me llevó a dar con Sergio Fernández.
Fue él quien me dio el primer “zasca” de consciencia.
Y me hizo ver que había vivido como una ignorante.
(No desde la falta de inteligencia, sino desde la inconsciencia).
Hasta entonces, había estado reaccionando a la vida, sin herramientas, sin recursos, sin saber ni por qué hacía lo que hacía.
Vivía en piloto automático, empujando sin dirección.
Y ahí me cayó una verdad como un piano:
No tenía ni puñetera idea de en qué consistía realmente la vida.
Y entendí que si quería algo distinto, el cambio dependía de mí.
Así que me puse manos a la obra:
Me vi todos los vídeos gratuitos de Sergio.
Me hice sus cursos, me leí sus libros.
Y fui al evento “Encantado de conocerme”, de Borja Vilaseca, en Barcelona.
Y ahí fue donde conocí el Eneagrama.
Flipé.
Me picó el bicho. Y supe que quería saber más (y más… y más).
Así que seguí formándome.
Y me metí de lleno en el mundo de la Inteligencia Emocional.
Y ahí descubrí algo que, sinceramente, deberíamos aprender desde la guardería:
Que cada emoción trae un mensaje.
Que lo que piensas influye en cómo te sientes.
Que nuestras decisiones están condicionadas por cómo gestionamos lo que sentimos.
Y que la emoción es lo que te mueve. Literal.
Me formé como coach y mentora y no veas lo que me cambió la vida en el trabajo. Me di cuenta de que no era necesaria ni tanta mala leche, ni tanto control, ni tanto desgaste, para liderar adecuadamente o de la mejor manera a un equipo.
También me formé en valores y ahí descubrí lo que era de verdad importante en mi vida.
Fue como nacer de nuevo. La libertad, la familia, divertirse… relajarse… hicieron que mi perspectiva cambiara profundamente.
También me enseñó el poder de las palabras, cómo nos comunicamos, qué comunicamos. Porque es bien cierto que las palabras crean realidad.
¡No sabes lo bien que me vino saber esto para el trabajo!
Este punto en Atención al Cliente no es un punto, es un puntazo, porque estás todo el día relacionándote con el equipo, con los compañeros, con los clientes… y cuanto más acertado y positivo sea el mensaje, mejor.
Después llegó el coaching coactivo, que me conectó con el cuerpo, con las emociones…
y con algo que tenía muy olvidado: la intuición.
¿Recuerdas aquel evento de Borja Vilaseca del que te hablaba antes?
Pues después de descubrir el Eneagrama con él y formarme con Alberto Peña, di con Isabel Salama.
Y ahí… 💥 BOOM.
Mi cabeza explotó (en el mejor sentido):
Me ayudó a comprender cada personalidad, cada eneatipo, sus miedos, sus pasiones, sus estrategias y formas de estar en el mundo.
El Eneagrama es un viajazo brutal hacia el autoconocimiento.
Y en ese viaje, entendí que…
no todos necesitamos lo mismo,
no todos sentimos igual,
y no todos nos relacionamos desde el mismo lugar.
Y todo eso lo apliqué en mi vida, en mi trabajo… y ahora también lo pongo al servicio de quienes me eligen para acompañarles.
Y creo que no te lo había contado, pero viví todo este proceso mientras trabajaba por cuenta ajena, a jornada completa, con un cargo de responsabilidad, liderando un equipazo y gestionando varios departamentos.
En pareja, siendo madrastra (de momento sin verrugas, gracias 😅), cuidando de mis tres peludos y cuidando de mi casa.
Porque no tenía alternativa.
Mi día tiene las mismas horas que el tuyo.
Y como no se podía estirar, lo primero que sacrifiqué fue el sueño.
Me convertí en fan del Club de las 5, porque era la única forma de dedicarme a lo que más me importaba en ese momento:
formarme y aprender, aprender, aprender…
Y lo mejor es que, al llegar al trabajo, ponía en práctica todo lo aprendido con mi equipo —más de 20 personas— que sin saberlo, me ayudaban a validar lo que funcionaba.
Ahí descubrí lo que es hacer Súper Visión de verdad 👀.
También empecé a compartir todo eso en mi entorno. Y claro…
En casa y en el trabajo me miraban con cara de:
«¿Y a esta qué le pasa?»
Porque me estaba transformando. Y lo notaban.
Sí, parecía una flipada. Pero me daba igual, porque por fin empezaba a vivir diferente.
Renuncié a tiempo libre, salidas, comidas familiares, quedadas con amigos…
Pero no me arrepiento de nada.
Sabía que era temporal.
Y, sinceramente, ha sido la mejor inversión de mi vida.
Porque ahora, después de trabajar mi mentalidad y salir de mi cueva, puedo decirlo claro:
Todo ese control no servía de nada.
Solo me hacía vivir sufriendo, enfadada y desconectada de la realidad.
Y sé —porque lo he vivido— que los mejores resultados llegan cuando trabajas desde la confianza, no desde la sospecha.
Porque el “efecto acojone”…
Agota. A ti y a los que te rodean.
Todo este conocimiento y experiencia de años es lo que comparto contigo en este viaje que haremos juntas durante 3 meses.
He condensado el caldo en una pastilla de Avecrem para que puedas recoger la esencia y ponerla en práctica ahorrándote parte del esfuerzo que me ha llevado a mí llegar a este punto.
Me ha costado mucho aprender a soltar y confiar, pero te aseguro algo:
SE PUEDE.
Yo también pensaba que no había manera de lidiar con esto.
Que era la única forma de hacer las cosas, de conseguir resultados, de relacionarme.
Pensaba que el enfado era parte de mí. Que no se podía cambiar.
Pero nada de eso es verdad.
Sí se puede cambiar.
Poco, mucho o por completo. A tu ritmo. A tu manera.
Y aunque el enfado a veces parece complicado (porque se forma por un cúmulo de cosas mucho más profundas), yo soy el ejemplo de que se puede gestionar.
Y ahora quiero acompañarte para que tú también lo consigas.

No te voy a engañar: sigo trabajando en ello.
Porque el cabreo no se cura. Se gestiona.
Pero cuando llegas a ese punto en el que estás HARTA de contenerte o explotar, algo dentro de ti cambia.
Empiezas a soltar el control.
Empiezas a dejar que la vida también fluya por dentro.
Y entonces… sucede algo importante:
Dejas que las emociones afloren.
Le haces un hueco a la vulnerabilidad.
Y empiezas a elegir, poco a poco, la empatía, la tolerancia y la confianza como tu primera opción.
Porque cuando tú cambias… todo cambia.
(verdad verdadera 🙂)
En mi programa mentorizado de 3 meses Gestiona Tu Ira trabajamos juntas, de la mano, para que empieces a mirar donde antes no habías mirado.
Para que dejes salir tu versión más divertida, más cariñosa y más tolerante.
Para que dejes a un lado el blanco y el negro y empieces a ver todo el abanico de colores que hay entre ellos.
¿Cómo lo haremos?
GTI es un proceso de 3 meses.
Con 6 sesiones quincenales one-to-one.
Y con soporte continuo por email o WhatsApp entre sesiones.
Le damos mucha importancia a la práctica. Porque el cambio no está solo en entender… sino en hacer.
Y este es un trabajo interno muy poderoso que, si te comprometes, puede transformarlo todo: tu calma, tus relaciones, tus decisiones y tu forma de estar en el mundo.
Yo no hago milagros.
Pero sí sé cómo acompañarte para que aprendas a reconocer tus necesidades y expresarlas sin estallar ni tragártelo.
Si esto te suena a buen plan, haz clic aquí para conocer todos los detalles del programa:
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